lunes, 6 de mayo de 2013

JDC y el Cine


por Christian Wiener

La muerte de Javier Diez Canseco, como suele suceder, ha motivado  muchas notas, la mayoría sentidas y sinceras de sus camaradas de siempre, amigos y gente de la calle, que vio en su trayectoria y consecuencia, no solo un ejemplo de política honesta, sino de vida, tan infrecuente en estos tiempos de crisis moral en el país. Pero claro, no faltaron también los falsetes hipócritas, que a última hora derramaron lágrimas de cocodrilo para ser “políticamente correctos” aunque antes despotricaban de  él, y los otros, los “miserables de siempre”, incapaces siquiera de elevarse más allá del sótano de su resentimiento.  

No es mi intención hacer una semblanza más de Javier, creo que muchos, mejor informados, la han hecho y seguirán haciéndolas en el curso de los próximos días, aunque el juicio final lo dará la historia, esa a la que ingresó por la puerta grande, y sin pedir permiso.

Quiero en estas breves líneas, empero, recordar una faceta tal vez menos conocida, pero no por ella sin importancia, de los múltiples intereses, compromisos y luchas que emprendió  JDC en su vida pública y privada, su pasión por la cultura y dentro de ella, el cine. Amaba, en general, la buena música, el teatro, la plástica y la literatura, y su acercamiento a estas expresiones nunca fue elitista o académico, sino de quien es sensible al arte y la belleza, sin prejuicios ni poses. Pero su predilección personal era el cine, y por eso confeso más de una vez, que si no se hubiera dedicado a la política le habría gustado ser cineasta.

Tuve oportunidad de conversar más de una vez sobre cine, y no fue sorpresa conocer su especial afición por el cine italiano de los años 60 y 70, películas de raigambre popular y sentido humano como “Los compañeros” de Monicelli, “En nombre del pueblo italiano” de Risi, “Nos habíamos amado tanto” de Scola o “Novecento” de Bertolucci, que marcaron a más de una generación. Pero su conocimiento y gustos se extendían a cintas francesas, rusas, suecas, japonesas, norteamericanas y latinoamericanas, especialmente de ese nuevo cine que surgió en la convulsión política de los años 60 (recuerdo sus entusiastas comentarios de “Los inundados” de Birri o “Memorias del subdesarrollo” de Gutiérrez Alea). No tenía, ni aspiraba, a la erudición del crítico ni la memoria del cinéfilo, pero si expresaba en sus gustos esa empatía con lo social y humano que era consustancial a su persona. Y lo mejor es que era abierto a la experimentación y las vanguardias, lejos, por suerte, de cualquier espíritu dogmático y panfletario que no faltaba en la izquierda peruana y mundial.

Sin embargo, su interés no se limitaba sólo a ser un espectador. Me llamo la atención descubrir más de una vez sus conocimientos de la técnica cinematográfica y de su preocupación por los cambios tecnológicos que vivía el medio. Eso lo hizo acercarse y entender a quienes hacen cine en el país, labrando una amistad con muchos de ellos que conocían también de sus interés sincero por el tema. Por esa razón, en su paso en el Congreso no dudo en impulsar y apoyar siempre los proyectos legales para el cine peruano, y sin buscar –a diferencia de otros- ninguna figuración o réditos políticos por este servicio, como gustaba llamarlo.  

Voy a referirme a dos oportunidades en que me tocó ser testigo de ello. La primera fue a finales de 1991, cuando formaba parte de su equipo de asesores del Senado de la República. Pedro Francke ha recordado que en esos días de vértigo trabajábamos en su oficina duro y parejo para revisar al andanada de decretos legislativos que el gobierno de Fujimori y Montesinos habían promulgado amparado en una delegación de facultades que el supuestamente obstruccionista Congreso de entonces (fue el año anterior al 5 de abril), le había concedido. En medio de la revisión de decenas de normas legales privatistas y neoliberales, así como de militarización del país –y yo no soy, ni tengo formación abogadil- una tarde acudieron al despacho de Javier una delegación de la Asociación de Cineastas del Perú (ACDP) presidida en ese entonces por Nelson García. Me toco atenderlos, y ellos me informaron sobre la gran preocupación en el gremio por una medida tributaria que había pasado desapercibida pero que estaba causando graves estragos en la producción, especialmente de cortometrajes.

Resultaba que según el Decreto Ley 19327 (vigente todavía en ese momento) los cortometrajes nacionales calificados por una Comisión podían acceder a la exhibición obligatoria en las salas de cine de todo el país, beneficiándose los productores de esas películas con un 25% del total del impuesto municipal (que significada el 35% del valor del boleto). A fines de 1990, sin embargo, había salido escondido en la Ley de Financiamiento que este impuesto a los espectáculos públicos no deportivos se reducía al 10%, con lo que la caída de los ingresos para el cine peruano era brutal, más aún en un momento de grave crisis económica y cierre masivo de salas de exhibición cinematográfica. Los cineastas me confesaron que habían hablado con varios parlamentarios, que le aseguraron atender su reclamo, pero como sucede muchas veces, no habían hecho mucho por concretarlo.  

Pues bien, me anime a plantearle el tema a Javier en medio de la revisión de la abultada propuesta legislativa fujimorista, esperando que tal vez me recrimine por proponerle eso, habiendo tantos problemas de mayor importancia en ese momento.  Pero para mi sorpresa, me pregunto detalles sobre la propuesta y luego me pidió que redacte un breve  proyecto de texto para modificar esta disposición. Así fue y a los pocos días me dijo tarea cumplida, indicándome que salude a los amigos cineastas, porque en la Ley de Financiamiento de ese año salió un breve dispositivo que modificaba el articulado de la 19327 para que los cortometrajes percibieran el 75% del impuesto municipal. Lástima que esta norma tuvo breve vigencia, porque el 24 de diciembre del 92, Fujimori y su ministro Boloña derogaron los principales artículos de la 19327, pero en ese corto tiempo permitió un reflotamiento de la producción de cortos, que fue casi como el último suspiro de una época en el cine peruano. Fue también mi primera oportunidad en que aborde la legislación cinematográfica, descubriendo su necesidad e impacto en la actividad.

La segunda experiencia es más reciente, el año pasado cuando me desempeñaba todavía en la Dirección General de Industrias Culturales y Artes del Ministerio de Cultura. Fue el 23 de agosto, en una sesión del Pleno del Congreso donde se encontraba como primer punto de la agenda el proyecto de modificación de la Ley de Cinematografía 26370, que fue promulgada en el gobierno de Fujimori. Este proyecto nos urgía que fuera aprobado, porque del mismo dependía la realización de los concursos ese año y el uso del presupuesto que por primera vez, correspondía a lo que mandaba el texto de la Ley. El proyecto enviado por el Ejecutivo tenía el sello de urgente, pero ni aun así, logramos colocarlo para la discusión legislativa en la primera legislatura, en gran parte por los obstáculos y afán de figuración del entonces Presidente de la Comisión de Cultura. Lo cierto es que finalmente el proyecto empezó a debatirse, luego de una desabrida presentación del nuevo Presidente de la Comisión de Cultura, de donde había salido el texto modificatorio. Fue en ese momento que estando en el hemiciclo, y después de haber conversado con algunos congresistas oficialistas, divise a Javier que para entonces ya había formado filas aparte con el grupo del Frente Amplio. Allí fue que me acerqué, y le explique de la manera más rápida y sucinta, cuál era el propósito del proyecto y los puntos a modificar. Sobre esto último,  el principal era que en la propuesta del Ejecutivo, el MEF le había quitado la mención explícita al monto del presupuesto anual que estaba en la Ley original, y que por eso era importante restituir las 2008 UIT como mínimo, para que en el futuro no se valieran de esa indefinición los funcionarios del MEF para darnos menos recursos. Y aprovechamos para hablar de la situación del cine nacional y la propuesta de nueva Ley que se estaba trabajando en el Ministerio, comprometiéndose para empujarla apenas llegara al Congreso.

Luego de eso tuvo una de esas claras y brillantes intervenciones que acostumbraba en el Congreso -como puede verse en el vídeo adjunto de la sesión del Pleno desde el minuto 13.30.-,  que ayudó, de manera gravitante, a la aprobación, por unanimidad, de este proyecto que finalmente devino en la Ley 29919.  

Ahora que ya no sé encuentra, ¡cuánta falta nos va a hacer!. Estoy convencido que si se hubiera podido contar con su presencia en el Congreso cuando se debatían en los años 2009 y 2010, dos propuestas de ley de cine, muy posiblemente no habría escalado el conflicto entre los gremios, y muchos cineastas no hubiesen abrazado, aunque sea momentáneamente, una propuesta que podría hipotecar nuestro cine al negocio trasnacional. Y es que si bien Javier, en muchos aspectos, evito quedarse estancado en los clichés y el dogma, adecuándose a los cambios y los nuevos tiempos, siempre supo mantenerse firme en los principios de base y una moral intransigente. Por eso, ahora el mejor homenaje que podemos brindarle a su memoria y ejecutoria es que los cineastas, unidos por sobre las diferencias y personalismos, retomemos la lucha en común por una Ley de Cine digna, soberana, integral y para todos, para poder echar al vuelo nuestra imaginación y esperanza como soñaba y luchaba día a día Javier Diez Canseco. 

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