sábado, 29 de diciembre de 2018

En el juego de la vida

por Christian Wiener Fresco 

Truffaut escribió una vez, a propósito de Rossellini, que la gran mayoría de los cineastas aman el cine y sus formas sobre la vida y la realidad, mientras el maestro italiano fue uno de los pocos que prefirió la vida, con todas sus contradicciones e imperfecciones, a la irrealidad de lo cinematográfico. Esta frase se me vino al recuerdo ahora que acabó de ver en Netflix a la tan celebrada ‘Roma’ del mexicano Alfonso Cuarón, y a la menos promocionada ‘Lazzaro Felice’ de la italiana Alice Rohrwacher. Hacer un paralelo entre ambos filmes puede parecer algo forzado por sus variantes temáticas y de estilo tan marcadas, pero justamente en su comparación es que se descubre la dicotomía que hacía mención al inicio. 

Cuarón es claramente un cineasta que ama más el cine que la realidad, donde las formas de los encuadres, movimientos de cámara, uso de la perspectiva y posicionamiento de la luz está por encima de la vitalidad de sus personajes. Su ejercicio de memoria no es melancólico sino racional, geométrico, donde todos los elementos, incluido sus actores y hasta la caca de los perros, está dispuesto en perfecta composición visual. Este mundo fotográfico deviene inevitablemente en inamovible, porque nada que no haya sido previsto puede alterar el encuadre, ni siquiera la política exterior. Siendo la protagonista principal una empleada doméstica, nunca llegamos a saber nada de lo que siente o vivencia, más allá de lo que se encuentra en función de los otros. En el recuerdo cada uno tiene su lugar, étnica y socialmente. 

Por el contrario, en la película de Rohrewacher respiramos un aire de vitalidad desde el principio, en la campiña de tabaco de Inviolata, donde el tiempo parece detenido en esos campesinos hoscos atrapados en un mundo rígidamente compartimentado donde todos explotan a otro. Pero no estamos en un documental sino una ficción, una fábula moral de realismo mágico con un personaje casi angelical en su relación interclasista que termina destapando la pervivencia de la feudalidad en los tiempos actuales, la misma que tiene su colofón en la migración a la ciudad, donde nuevas explotaciones y desengaños se revelan entre la picaresca y los poderes omnímodos (iglesia y Banca). La película trae una serie de referencias cinéfilas de la mejor tradición del cine italiano, desde Olmi, Taviani Visconti a Pasolini o Fellini, pasando también por Buñuel, y por supuesto, el neorrealismo de Rossellini y De Sica. Pero todos asimilados a la diégesis de una historia y personajes que se sienten frescos, imprevisibles, humanos en fin, y por tanto, capaz de sacudirse de su situación, aunque pueda parecer imposible más allá de la magia. La imagen, para tal efecto, es limpia y tosca, alejada de cualquier esteticismo o acomodo al encuadre, porque hay mucha más vida fuera del espacio de la pantalla. O como decía Godard a propósito de Rossellini nuevamente: “cada imagen es bella, no porque sea bella en sí, como un plano de ‘Qué viva México’, sino porque es el esplendor de lo verdadero”. 

Sí, me gusta el cine, pero en este caso más me gusta la vida, afortunadamente.

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