Por Christian Wiener Fresco
Muchos creen
que la primera ley de cine en el Perú fue el Decreto Ley 19327 que se promulgó
en marzo de 1972, durante el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, y que
Ricardo Bedoya calificó como el “bing bang” de la cinematografía nacional. La verdad es que no y José Perla, estudioso
del tema, ha documentado varias normas que desde el año 1944 existieron para
fomentar al cine peruano (también hubo profusa legislación sobre regulación del
negocio, censura, tributación y otros asuntos concomitantes) centradas en
estímulos fiscales a la difusión de los noticieros y documentales que se
proyectaban al inicio de las funciones. Lo que no dejaba de tener su
explicación política, porque muchas de estas filmaciones eran loas a los
gobiernos de turno y sus obras en tiempos en que todavía no había
televisión.
Pero hubo
también una primera legislación para promover la exhibición de largometrajes
peruanos, fue la Ley 13936 del 27 de enero de 1962, en el segundo gobierno de Manuel Prado. Una norma que liberaba de toda clase de impuesto y arbitrios a la exhibición de las películas nacionales, de largometraje, producidas por empresas nacionales. En realidad se trataba de un dispositivo muy escueto, de solo dos artículos, que en el primero establecía la liberación tributaria en beneficio exclusivo de la empresa productora, y en el otro, señalaba que esta exoneración regiría por un plazo máximo de ocho años.
Los
legisladores de entonces creyeron de buena fe, pero también ingenuamente, que
para sacar adelante a un cine casi inexistente y poder competir con lo foráneo,
bastaba con darle recursos, que en este caso provendrían del impuesto
municipal, que era el único tributo conque entonces se gravaban las entradas a
las salas de cine. No se preocuparon si se lograban estrenar esas películas en
un mercado totalmente monopolizado por el cine hollywoodense, ni por cómo se
producirían sin contar con personal técnico y artístico, así como equipo
profesional, y ni siquiera de donde sacarían capital económico los productores
locales para aventurarse a hacerlas en un mercado tan incierto.
La peor
omisión fue sin embargo no definir que era una película peruana, y cuáles eran
los requisitos mínimos para considerarla como tal. La Ley solo hacía mención a
que debía ser producida por una empresa nacional, pero nada sobre la
nacionalidad del director, ni de los actores o técnicos de la misma, o cuando
menos el idioma. Tal vez supusieron que eso podría ser precisado en el
Reglamento, pero se olvidaron que no podía ir más allá de lo que la ley
establece. Como señala Bedoya en su libro ‘100 años de cine en el Perú’: esta ley “olvidaba definir con nitidez a sus beneficiarios. La mención a la
nacionalidad de las empresas productoras no iba acompañada de precisiones
acerca de las proporciones del componente peruano requerido para gozar de los
incentivos. Ello trajo consecuencias diversas, y hasta contrarias, a las
deseadas por el legislador.”
Quienes
aprovecharon esta nueva ley y sus incentivos fueron los productores extranjeros
de países de la región con mayor experiencia cinematográfica y una industria
consolidada, aunque en decadencia, que vinieron a hacer su Perú con “coproducciones”
donde ellos tenían siempre las mejores ventajas y los títulos estelares,
mientras los peruanos solo aportaban algunos figurantes, locaciones y uno que
otro técnico para labores de asistencia. Parecía en realidad una Film
Commission, que hubiera estado muy bien de manera complementaria a nuestra
propia producción, pero lamentablemente está no existió, con la solitaria
excepción de Armando Robles Godoy, que hizo sus tres primeras y singulares películas
en esos años.
Productores
mexicanos, relacionados con la distribuidora local Eduardo Ibarra, encontraron
la oportunidad de ganarse alguito con estas exoneraciones tributarias y
realizaron películas como ‘Operación ñongos’ (estrenada en México como ‘Un
gallo con espolones’), ‘A la sombra del sol’, ‘Bromas S.A.’, ‘Pasión oculta’, ‘Las
sicodélicas’ o ‘El tesoro de Atahualpa’ que repetían las fórmulas comerciales de
melodramas o comedias mexicanas con algunas presencias locales de la televisión
y uno que otro escenario nacional como escenografía exótica. Tampoco los
argentinos se quedaron atrás, y aunque no de una manera tan intensa, se
hicieron películas como ‘Intimidad en los parques’, ‘Taita Cristo’ (basada en
la novela de Eleodoro Vargas Vicuña y que tuvo que sortear la censura de la
época para no dar una mala imagen del país) y ‘Mi secretaria está loca, loca,
loca’. Eso, y algunas producciones con figuras televisivas de vergonzosa
recordación fue a lo que se redujo la casi totalidad de la producción
cinematográfica en el país en los movidos 60.
De todo esto
surgió algo bueno, porque las nuevas generaciones que se iban forjando de
productores, realizadores, técnicos, actores y gestores culturales peruanos, preocupados
por el fin de los incentivos tributarios, pero más aún que se siguiera en la
misma dinámica sin mayores perspectivas para poder contar con una industria
propia, comenzaron a propiciar desde 1967 en la Sociedad Peruana de
Cinematografía, la dación de una nueva Ley de Cinematografía que resolviera
muchos de los vacíos y carencias de la anterior. Para eso llevaron un texto al
Congreso donde empezaron a debatirla pero el golpe militar de octubre del 68 lo
interrumpió. Siguieron insistiendo con el gobierno de Velasco y finalmente fue
promulgada cuatro años después el Decreto ley 19327 o Ley de Fomento a la Industria Cinematográfica.
Se ha escrito mucho sobre esta ley y lo que representó para el cine peruano durante sus veinte años de vigencia. Como es conocido, ella estableció la exhibición
obligatoria para cortos y largometrajes peruanos, destinando los recursos del
impuesto a la taquilla para los productores peruanos. Pero el detalle fue que
ahora si se precisó los alcances de lo que se llamaba “obra cinematográfica
peruana”, la misma que debía contemplar además de la empresa, al director, el
autor o guionista y un porcentaje de técnicos y actores nacionales no menor al
80% y con remuneraciones que en conjunto no sean menos del 60% del total de la
planilla, además de que sea hablada en castellano, quechua u otra lengua
originaria, y que se filme predominantemente en territorio peruano (cabe
mencionar que la acepción de nacional se extendía a los extranjeros con más de
tres años de residencia ininterrumpida en el país). Esta norma no era
restrictiva a la participación del capital extranjero porque en el artículo
siguiente se abría la posibilidad de extender los beneficios al régimen de
coproducción. Este criterio se mantuvo incólume todo el tiempo de vida de la Ley, y se extendió a su sucesora, la 26370 dada en el gobierno de Fujimori en 1994, que en su artículo 3 repite en lo esencial lo mencionado en la anterior, con la excepción del señalamiento al territorio nacional.
Ahora sin
embargo vemos que en el nuevo proyecto de ley de cinematografía y el
audiovisual que el Ejecutivo ha remitido al Parlamento se vuelve a reducir las
especificaciones para considerar una película como peruana, conservándose lo de
la empresa y el director pero dejando en el acápite sobre técnicos y actores
solo la palabra mayoritariamente, y sin ninguna mención a sus remuneraciones, y
la prescindencia del tema del idioma. Algunos han querido defender estos
cambios como una supuesta necesidad de modernizarse y adaptarse a la
globalización del cine peruano, pero parecen desconocer que las mencionadas
leyes siempre contemplaron la figura de la coproducción, y que se sepa, ningún proyecto
con apoyo internacional se ha impedido de realizarse o estrenarse en el Perú por este motivo en todos estos años. Más
bien lo que sí podría dar lugar estas modificaciones es a una precarización de
la producción, con practicantes y estudiantes a bajo costo para cumplir la
cuota mayoritaria, o rellenarla de figurantes para dar la impresión de nacional
como en los años 60. Como bien señala Emilio Bustamante: “la laxitud en las consideraciones de qué es
una película peruana en sus primeros artículos y reducirse, respecto a la norma
actual, el porcentaje mínimo de técnicos nacionales en las producciones.
Con ese criterio se estaría abriendo las puertas a la producción, con subsidios
del Estado, de empresas extranjeras vinculadas a las Majors. No estaría de más revisar (para prevenir
desengaños) el modelo de producción “nacional” que se hallaba implícito en la
abortada Ley Raffo, que expresaba en varios aspectos los intereses de las
distribuidoras vinculadas a las Majors
de crear un cine “nacional” bajo su supervisión y subsidio.”
Mucha cuidado
entonces sobre lo que se legisla, y recordemos ese viejo dicho de que los
pueblos que no conocen su historia, están condenados a repetirla.
PD.- Es cierto que en este punto el proyecto avanza en ampliar los beneficios a las personas naturales y no solo empresas, así como en facilitar la posibilidad de las coproducciones con el Perú como país minoritario. Pero nada de ello hacia necesario ni justificaba la modificación de los porcentajes mínimos de técnicos y artistas, así como de sus remuneraciones como se propone en esta versión.
PD.- Es cierto que en este punto el proyecto avanza en ampliar los beneficios a las personas naturales y no solo empresas, así como en facilitar la posibilidad de las coproducciones con el Perú como país minoritario. Pero nada de ello hacia necesario ni justificaba la modificación de los porcentajes mínimos de técnicos y artistas, así como de sus remuneraciones como se propone en esta versión.
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