por Christian Wiener Fresco
Como sabemos, esta película no ha sido la primera y
probablemente tampoco la última que sea maltratada por querer estrenarse en su
propio país. Esta situación se mantendrá mientras la autoridad se siga haciendo
la vista gorda en este tema, no queriendo legislar al respecto para no chocar
con la supuesta y sacrosanta “libertad de mercado”.
En la presentación que hizo el Ministro de Cultura el martes 7 de noviembre en la Comisión de Cultura y Patrimonio Cultural del Congreso para sustentar el proyecto de nueva ley de la Cinematografía y el Audiovisual peruano, mencionó como ejemplo de apoyo al cine el caso de Francia, pero se cuidó
de señalar que su Estado no solo fomenta a sus cineastas económicamente, sino con
garantías para la exhibición de sus películas, aun las más difíciles y
experimentales, gracias a la cuota de pantalla. Por eso los galos encabezaron
en los años 90 el movimiento por la excepción cultural en el campo audiovisual,
para protegerse del monopolio avasallador de la cinematografía hollywoodense.
El caso de Corea del Sur, también mencionado por el ministro, es aún más emblemático, porque el gran desarrollo de su cinematografía y su reconocimiento internacional se explica en gran parte por la aplicación de una drástica cuota de pantalla desde los años 90, que logró consolidar un mercado propio de consumo en su población, el mismo que se vio
obligado a disminuir –aunque no eliminar- luego de la suscripción del Tratado
de Libre Comercio con los Estados Unidos el 2006.
Igual se podría decir en América Latina de Argentina o
Brasil, por mencionar dos de las cinematografías más fuertes en la región,
donde la cuota de pantalla es un elemento clave de sus legislaciones y factor
central para la visibilidad de sus producciones.
En el Perú actual sin embargo de ese tema no se quiere ni siquiera hablar, como si mencionarlo fuera casi una herejía, un fantasma del pasado que mejor se exorciza con el silencio. Pensar que hace unos años se avanzó a plantearlo por primera vez en un texto legal para el cine peruano, aun con la salvedad de no ser obligatoria, y ese solo hecho desató la tormenta perfecta entre quienes cuestionaban su posible inaplicación contra los más que ya lo daban por hecho, y sentenciaban que eso iba contra la libertad del público (aunque en realidad de los empresarios) al supuestamente obligar a los peruanos a consumir su cine.
La
cuota de pantalla es un mecanismo por el cual se asegura un mínimo de espacio
anual para la difusión del cine nacional en las pantallas de las salas de cine
comercial. No es algo privativo del cine, en la vigente Ley de radiodifusión se
contempla una cuota de pantalla del 30% para la producción nacional en los
canales de televisión peruanos, cifra también estipulada para las estaciones
radiales. Lo que la propuesta del Ministerio de Cultura, en conjunto con los gremios de cine, planteaba en el proyecto del 2012 era la posibilidad que la
entidad oficial de la cinematografía, “teniendo en cuenta la infraestructura
de salas de exhibición cinematográfica existentes en el país, los promedios de
asistencia y el volumen de producción de obras cinematográficas nacionales por
año, podrá fijar anualmente políticas sobre porcentajes mínimos de exhibición
de obras cinematográficas peruanas en cualquier medio o sistema
correspondiente. Este porcentaje no debe superar el veinte por ciento
(20%) del total de obras exhibidas a nivel comercial en el país durante el
mismo período de tiempo.”
El
porcentaje máximo que podría alcanzar esta cuota, del 20%, no era una cifra
arbitraria, sino que esta consignada en el Tratado de Libre Comercio del Perú
con los Estados Unidos, donde se cautela que hasta ese porcentaje nuestro país,
de manera facultativa, podría condicionar su presencia en el mercado audiovisual
y específicamente cinematográfico (en el anexo II de Inversión y Comercio
Transfronterizo de Servicios). Los negociadores peruanos que participaron de este acuerdo no
consignaron esta salvedad por puro formulismo, fue una manera de asegurar una
mínima soberanía en el manejo de las políticas públicas en materia cultural por
el país.
Pecan por tanto de ignorancia o mala fe todas las voces que hablan que la
cuota de pantalla “obligaría” a los espectadores peruanos a ver su cine. No, aquí no se trata de imposiciones ya que cada quien es libre de ver lo que quiera, pero si abrir oportunidades para que el cine peruano no sea, en su gran mayoría, el inquilino casi molestoso en su propio país, y pueda llegar de manera regular y segura a su público natural en similares condiciones a los otras cinematografías, incluyendo los grandes blockbusters norteamericanos que nos invaden cotidianamente las pantallas. Y la mejor prueba es que en todos los
países donde existe este mecanismo, no ha eliminado la “competencia”
estadounidense, pero si cautelado y potenciado a su cine propio.
En el nuevo proyecto de ley se propone como gran solución que se suscriba un contrato entre las empresas exhibidoras y el titular de los derechos de utilización económica donde “se regulen las condiciones de estreno y la exhibición comercial de la obra”. Pero para quien conoce un poco del comercio cinematográfico sabe que todo eso no pasa de buenos deseos, porque nunca ellos han suscrito un contrato para exhibir una película, y no tendrían ninguna obligación de hacerlo ya que la ley no establece ninguna posible sanción a su incumplimiento. Allí se revela la relación asimétrica que existe entre los productores y distribuidores nacionales frente al puñado de grandes cadenas exhibidoras asociadas a las distribuidoras norteamericanas, que pueden excluir cualquier título nacional que no les interese sin mayores consecuencias, a no ser alguna queja en redes sociales. Por lo demás, la actual
ley, la 26370, ya preveía este tema de los contratos y como ha quedado
demostrado en estos años, no sirvió de mucho, en realidad de nada.
La otra propuesta esbozada en el proyecto de nueva ley, la del fomento a
la exhibición cinematográfica alternativa, suena atractiva en cuanto a impulso
del cine cultural, pero difícilmente lograra tener el impacto que se demanda en
el terreno comercial –si se quiere un cine mínimamente rentable- salvo que se
generalice un circuito alternativo como las salas INCAA en Argentina. De otra
manera, se estaría condenando al cine peruano a un gueto, lo que haría muy difícil
su popularización, más allá de los títulos comerciales que no requieren mayor
apoyo para su exhibición.
Adicionalmente
la cuota de pantalla debe complementarse con el mínimo de mantenimiento, que es
un mecanismo que asegura que una película que cumple un mínimo de espectadores
en una semana no sea retirada arbitrariamente de cartelera. Práctica muy común en el negocio
cinematográfico, por presión de las distribuidoras trasnacionales, que tienen
todos sus estrenos planificados internacionalmente, y donde cualquier película
nacional o de otra procedencia que altera sus planes, es inmediatamente
eliminada de la “libre competencia”, aun cuando haya tenido un comportamiento
comercial exitoso en su semana de estreno. Lo que se trata es de garantizar que
la película cumpla cuando menos su primera semana de estreno, como no sucedió “La
luz en el cerro”, y que pueda seguir en circuito si alcanza un determinado
número de espectadores. Eso implicará que el Ministerio de Cultura desarrolle
una labor de fiscalización en este campo, supervisando los estrenos y desempeño
comercial de las películas exhibidas en el país en cualquier medio o sistema. Y
que la Ley contemple además, posibles sanciones para quienes lo incumplan, no
como ahora donde todo el título de infracciones y sanciones está dedicado
exclusivamente a los productores.
Lejos de restringir la libertad de elección, la cuota de pantalla permite una apertura y democratización de nuestras pantallas, y una libertad de opciones para todos los peruanos que actualmente estamos lejos de tener ante la “cuota de pantalla” que nos imponen desde afuera. Por el contrario, lo que se propone es un porcentaje muy minoritario en
relación a toda la producción extranjera, en especial hollywoodense, que domina
nuestro mercado como al resto del mundo, lo que implica que la negativa a aplicarla
es más ideológica que realmente práctica.
Culmino con un texto del INCAA sobre el punto, que me exime de mayor abundamiento sobre las razones de fondo que justifican esta medida: “Fundamentalmente, debe repararse en la existencia
de factores que, como la globalización y la desigualdad económica, han conducido
a la constitución de grandes conglomerados culturales-comerciales que, a través
de una constante oferta de sus productos sobre las naciones con economías menos
desarrolladas, favorecen la unificación de contenidos culturales y la supresión
de miradas alternativas, nacionales o regionales. Ante este fenómeno el Estado
debe asumir un rol activo, implementando medidas que preserven los derechos
individuales de los titulares de esos emprendimientos, pero que también
garanticen a todos los ciudadanos la posibilidad de gozar plena y efectivamente
de los bienes y servicios culturales propios.”