lunes, 17 de marzo de 2014

Paisana Jacinta o la denigración institucionalizada

por Christian Wiener


Hace algunos días viene circulando en las redes sociales una solicitud para demandar el retiro del programa “La Paisana Jacinta”, que acaba de relanzarse por Frecuencia Latina. Yo he sumado mi firma a la demanda, y promovido que otros también lo hagan, por  lo que quiero explicar las razones que motivan mi actitud.

No voy a ahondar en lo dicho y comentado en múltiples artículos en referencia a este espacio y su contenido racista y denigratorio para la mujer andina tras la careta de burdo humor popular. Tampoco es una novedad referirse a lo profundamente racista y discriminatoria que es la sociedad peruana, en todos los estratos y niveles; actitud que se expresa de forma más cruda y desembozada de tanto en vez, la última de las cuales –para nuestra vergüenza  internacional-fue a raíz de la  muerte de la cantante del grupo “Corazón Serrano”.

Entonces, y si somos mínimamente consecuentes con la constatación previa, es menester exigir que la televisión nacional elimine los mensajes que lejos de contribuir a erradicar esta lacra, alimentan y consolidan prejuicios y estereotipos de la peor especie.  No olvidemos que la televisión es –aunque no lo parezca-un servicio público, que se vale de las ondas hertzianas que le concede el Estado para llegar a la población.  Si no tuviéramos legislaciones y autoridades tan timoratas en los organismos encargados de regular la comunicación, ya habría correspondido, como sucede en cualquier país civilizado del mundo,  tener una intervención de oficio por ser tan evidente el atropello, y que desde hace años origina malestar en buena parte de la población.  

Si una discoteca, restaurante o cualquier lugar público es penado –con razón- por prácticas que se consideran discriminatorias, sea por motivos étnicos, culturales, religiosos, sexuales o políticos, ¿por qué esta misma prohibición no se aplica a los medios de comunicación? ¿Es que tienen corona o nadie se atreve a tocarlos por temor a su influencia política? En algunos casos, se podría decir, incluso,que el daño es mayor en estos últimos, ya que sin desmerecer el impacto de los primeros en sus víctimas, el alcance es  de mayor amplitud y de manera más sostenida en los segundos.

He escuchado a algunos reclamar que este es un tema de libertad de expresión, como si desconocieran que las libertades de unos terminan donde afectan las libertades de otros, como es el caso que comentamos. Otros dicen que es un tema de elección, y que si no te gusta “La Paisana Jacinta” tienes la opción de cambiar de canal o apagar la televisión. Claro, con esa lógica no debería sancionarse a una discoteca o playa discriminadora, porque total, hay otras a las que se puede asistir sin problemas (con lo que estaríamos empezando a convalidar los ghettos y reservaciones para los “otros”).

Pero lo que parece olvidarse muy fácilmente por quienes creen que se hace una tormenta en un vaso de agua en este tema es que los medios, y en especial la televisión, no son solo vehículos de entretenimiento e información –imparcial o manipulada, es otro cantar- sino también, y aunque no sean conscientes de ello y les pese, de tipo educativo. Y al hacer mención a esto último no nos referimos tanto a contenidos, propuestas didácticas o estrategias pedagógicas, que por supuesto los directivos y  trabajadores de los canales desconocen por completo, sino a algo más simple y concreto, que es la transmisión y formación de valores y actitudes ciudadanas, tan venida a menos en el país. Eso no significa reemplazar el rol de la escuela y la familia, que debe ser central en esta área, pero si evitar el boicot de una televisión donde se sigue perpetuando el racismo y la denigración como algo natural y “gracioso”, con el peligro de afectar especialmente a los menores, como lo relata la siguiente crónica publicada en LaMula:

“Hoy soy testigo de cómo se repite la historia. De cómo la violencia que yo ayudé a generar hace más de 10 años es generada hoy por mi hermano menor. Él acaba de entrar a primero de secundaria y todos sus amigos, sin excepción aparente, prenden su televisión a las 7pm para sumarse a los millones de peruanos que diariamente se burlan de la paisana -y de sí mismos en el proceso- mirando el nocivo programa. Me cuenta que, en su salón, hay una pequeña y tímida niña chaposa de apellido Ñaupari, a la que ya algunos empiezan a llamar “Jacinta”. Me cuenta riendo que, para dirigirse a ella, solo repiten “ñañaña” incansablemente. Me cuenta que a los profesores parece no importarles. Me cuenta que no pasa nada, porque cada salón tiene su Jacinta o su Jacinto (o su Huasaberto). Cuando le pregunto, "¿qué te parece gracioso de la paisana?", sus respuestas son directas: es bien cochina; es bien estúpida; es bien fea (y él no deduce que es fea, se lo dicen en el programa, y él aprende que ese cuerpo es un cuerpo feo); por cómo tiene los dientes; por las cosas que le hacen; por cómo habla; cómo camina; por cómo se viste, por cómo se orina en las calles. En resumen, por cómo es. Por lo que es.


Ojalá que la campaña ciudadana para el retiro definitivo de “La Paisana Jacinta” logre sus frutos, y que pronto este programa y su humor denigratorio sean solo un mal recuerdo. Por supuesto, eso no va  a resolver el problema del racismo y la discriminación en el país, que es un asunto mucho más profundo y complejo, pero será un primer e importante paso para empezar a encararlo de forma seria e integral. 

Lo más importante, sin embargo, es que si se logra esta acción se estaría sentando un importante precedente de participación ciudadana sobre los medios de comunicación, que mañana o más tarde se traduzca en una defensoría del televidente, que organismos como CONCORTV dejen de ser meramente simbólicos y adquieran carácter vinculante y sancionador en sus funciones, y, porque no, empezar a discutir abiertamente sobre una verdadera ley de medios en el Perú,  para que los dueños de los mismos no se sigan sintiendo impunes e intocables con el cuento de la libertad de ellos, gracias a su fuerza mediática y económica y la anuencia de la clase política, tan medrosa para enfrentar a los poderes fácticos.