martes, 8 de octubre de 2013

La tremenda corte mediática


Por Christian Wiener Fresco

Los medios de comunicación y periodísticos gustan de calificarse, pomposamente, de “cuarto poder”, en referencia a su innegable peso social y político, más aún en una sociedad fragmentada y tan poco institucionalizada como la peruana.  Parece sin embargo que ese título no le bastara a ciertos medios y periodistas, que no dudan en autonombrarse también en representación de los otros poderes del Estado, léase Ejecutivo, Legislativo y Judicial.

De esas atribuciones, sin duda, la más peligrosa es la Judicial, que es cuando los medios se invisten de fiscales y jueces para acusar, procesar y condenar sin mayores tramites a cualquier persona, conocida o no, que tiene la poca fortuna de caer bajo sus fauces carroñeras y su linchamiento mediático.

El último de los casos es el de Eva Bracamonte, que sin pruebas ni razones más que el odio enfermizo de su hermano, estimulado por la gran mayoría de los medios televisivos e impresos que lo convirtieron en uno de sus mimados invitados, terminó purgando carcelería, condenada a 20 años y acusada de ser la presunta autora intelectual del asesinato de su madre. Sentencia que finalmente fue revertida por la Corte Suprema, ordenando un nuevo juicio en vez de archivarlo como correspondía, entre otras razones esgrimidas por el juez, por su “repercusión mediática”.   

Otro sonado caso es el de Rosario Ponce, perseguida y acosada durante años para culparla de la desaparición de su novio, Ciro Castillo Rojo, en el Colca arequipeño. El padre de la víctima, convertido en cancerbero implacable de la muchacha, fue el caserito de la prensa de los diversos colores que alimentaba el morbo con dosis de melodrama, sazonado con teorías y especulaciones conspirativas, cada una más estrafalaria que otra, hasta que finalmente la falta de pruebas y el sentido común obligó a la fiscalía a desestimar la absurda acusación, para desesperación de quien parecía no tener escrúpulos para usar su tragedia personal, transformándola en trampolín político. 

Estas son las figuras más emblemáticas  que sufrieron en los últimos tiempos el acoso de la jauría periodística, pero no parecen ser las únicas, ahí están también, por si no se recuerda, Abencia Meza y Guiliana Llamoja, entre otras que ilustraron los tabloides con más avidez y persistencia  que en los propios expedientes policiales y judiciales.

En todos los ejemplos mencionados coinciden que las sindicadas eran mujeres independientes, desafiantes y de sexualidad libre, lo que pareció desatar todos los prejuicios y resquemores de una prensa que se precia de liberal y moderna, pero que en realidad es de moral conservadora y ultramontana.

Uno se podría preguntar, además, porque la cacería implacable que descargaron los medios durante tanto tiempo contra ellas, no se aplica con la misma severidad a los integrantes de la barra brava, presuntos responsables de la muerte del joven Walter Oyarce en el estadio Monumental, los efectivos policiales implicados en sospechosas muertes en las comisarías, o el obispo sospechoso de pedofilia retirado por el Vaticano.  Para no hablar de los escándalos en el ámbito político, donde cada medio destaca lo que le interesa o conviene a sus fines  y odios selectivos, silenciando o minimizando lo que se relaciona a los políticos de su simpatía. 

El asunto de fondo, a fin de cuentas, es que nadie ha nombrado a los medios y periodistas como los grandes decidores sobre la inocencia o culpabilidad de la gente en su corte mediática. Nadie les niega el derecho a investigar,  informar y hacer el seguimiento de los hechos de resonancia pública, pero de allí a montar campañas de verdadera cacería de brujas, difamando a diestra y siniestra por ganar más puntos de rating  o  alzar su tiraje diario, hay la abismal distancia entre la práctica periodística seria y responsable, o la degradación del oficio al nivel de la calumnia y la mentira.


Finalmente, si los medios se reclaman el “cuarto poder”, deberían someterse, como todos los otros poderes, al permanente escrutinio público, dando cuenta a la ciudadanía de sus acciones y no, como ahora, valiéndose de argumentos que pretextan una sacrosanta libertad de prensa, que les permite atacar y difamar honras de manera impune porque vende y eso, en última instancia, parece ser lo único que importa en los tiempos que corren.     

miércoles, 2 de octubre de 2013

El valor del cinismo

Por Christian Wiener Fresco

¿Hasta dónde puede envilecerse la televisión en el Perú? Se pensaba que luego de la degradante experiencia fujimorista, con la línea de los canales vendidos al gobierno de turno, y la proliferación de los programas telebasura, no se podía caer más bajo;  pero nos equivocamos, siempre se puede descender más en el amarillaje, la chabacanería y el uso más ruin de un medio de  comunicación.

El mejor ejemplo de lo que decimos es “El valor de la verdad”, el programa de Frecuencia
Latina y conducido por Beto Ortíz, que ya va por su segunda temporada en el aire.


En la primera temporada, como se recordará, el objetivo fue ventilar las intimidades de los anónimos, los aspirantes a los 15 minutos de fama en la vida que decía Andy Warhol, dispuestos a revelar cualquier cosa con tal de alzarse con el premio monetario y la momentánea celebridad pública. Pero quiso el destino que las cosas se salieran del libreto, con el asesinato de una de sus concursantes, que aunque trataron de limpiarse de responsabilidades, igual terminó salpicándolos.

Por esa razón, en la segunda temporada optaron por convocar a personalidades conocidas, lo que incluyó a representantes de lo más impresentable de la clase política (Kenji Fujimori, Rómulo León) en operación de lavado y reencauche de sus trayectorias e imágenes; y luego, a lo más graneado de la farándula limeña, aquella que cotidianamente airea su vida y miserias en la prensa de cincuenta céntimos y los programas de chismes. En estos últimos casos, las “revelaciones” de los invitados al programa actúan como caja de resonancia para nuevos escándalos y comidilla en los medios, que fagocitan de su presencia en las portadas, alimentando las cortinas de humo que alimentan su rating y tiraje.       

Desde el momento que la “verdad” se convierte en un valor y se quiere hacer show con la supuesta sinceridad de la gente, estamos ante un grave problema de inversión de valores, convirtiendo lo que debiera ser un tema de conciencia personal en asunto mercantil, para medir cuanto estas dispuesto a confesar en público con tal de ganarse un dinero extra o reubicarse en el espacio mediático. Nada hay sincero en el formato del programa – como tampoco lo hubo en los “talk shows” de la inefable Laura Bozzo- desde el aparato seudo científico que certifica las respuestas, hasta las motivaciones de los concursantes y obviamente la del conductor, convertido por cuenta propia en gran juez de una verdad que la maneja a discreción.

En realidad, más que la “verdad”, con todo lo discutible que es ese concepto y su alcance, lo que el programa estimula es el valor del cinismo, convertido en santo y seña de una sociedad consumista e individualista que se cree por encima de las reglas de los demás y capaz de transgredirlas porque no cree en ellas. Sin embargo, y como ha sido señalado por Juan Carlos Ubilluz[1], tomando como referencia los textos de Lacan y Zizek,  “el individualismo posmoderno produce una personalidad pendiente de la aprobación de los demás”.

Y claro, en un país que ha procreado a personajes campeones del cinismo y la autocomplacencia narcisista como Montesinos, Fujimori, García, Castañeda y un largo etcétera; no es extraño que la verdad tenga un valor tan degradado y se pueda banalizar para colocarse al precio del mejor postor.

En todo caso, si el show debe continuar, esperamos que en la tercera temporada se presente un verdadera sinceramiento del medio, y que los primeros que empiecen a desfilar por el set sean, aparte del controvertido animador, los ejecutivos y “broadcasters” televisivos, anteriores y actuales, para que nos empiecen a contar toda la verdad de cómo llegaron a controlar los principales medios vendidos a la corrupción.

Tal vez así empezaremos a creer que hay algo de verdad en el negocio de la televisión peruana.             
 



[1] Nuevos súbditos. Cinismo y perversión en la sociedad contemporánea.  Juan Carlos Ubilluz Raygada. Instituto de Estudios Peruanos. Lima, 2006.