por Christian Wiener
La
muerte de Javier Diez Canseco, como suele suceder, ha motivado muchas notas, la mayoría sentidas y sinceras
de sus camaradas de siempre, amigos y gente de la calle, que vio en su
trayectoria y consecuencia, no solo un ejemplo de política honesta, sino de
vida, tan infrecuente en estos tiempos de crisis moral en el país. Pero claro,
no faltaron también los falsetes hipócritas, que a última hora derramaron lágrimas
de cocodrilo para ser “políticamente correctos” aunque antes despotricaban de él, y los otros, los “miserables de siempre”,
incapaces siquiera de elevarse más allá del sótano de su resentimiento.
No
es mi intención hacer una semblanza más de Javier, creo que muchos, mejor
informados, la han hecho y seguirán haciéndolas en el curso de los próximos
días, aunque el juicio final lo dará la historia, esa a la que ingresó por la
puerta grande, y sin pedir permiso.
Quiero en estas breves líneas, empero, recordar una faceta tal vez menos conocida,
pero no por ella sin importancia, de los múltiples intereses, compromisos y
luchas que emprendió JDC en su vida
pública y privada, su pasión por la cultura y dentro de ella, el cine. Amaba,
en general, la buena música, el teatro, la plástica y la literatura, y su
acercamiento a estas expresiones nunca fue elitista
o académico, sino
de quien es sensible al arte y la belleza, sin prejuicios ni poses. Pero su predilección
personal era el cine, y por eso confeso más de una vez, que si no se hubiera
dedicado a la política le habría gustado ser cineasta.
Tuve oportunidad de conversar más de una vez sobre cine, y
no fue sorpresa conocer su especial afición por el cine italiano de los años 60
y 70, películas de raigambre popular y sentido humano como “Los compañeros” de Monicelli, “En nombre del pueblo italiano” de Risi, “Nos habíamos amado tanto” de Scola o “Novecento” de Bertolucci, que marcaron a
más de una generación. Pero su conocimiento y gustos se extendían a cintas
francesas, rusas, suecas, japonesas, norteamericanas y latinoamericanas,
especialmente de ese nuevo cine que surgió en la convulsión política de los
años 60 (recuerdo sus entusiastas comentarios de “Los inundados” de Birri o “Memorias
del subdesarrollo” de Gutiérrez Alea). No tenía, ni aspiraba, a la erudición
del crítico ni la memoria del cinéfilo, pero si expresaba en sus gustos esa
empatía con lo social y humano que era consustancial a su persona. Y lo mejor
es que era abierto a la experimentación y las vanguardias, lejos, por suerte,
de cualquier espíritu dogmático y panfletario que no faltaba en la izquierda
peruana y mundial.
Sin embargo, su interés no se limitaba sólo a ser un
espectador. Me llamo la atención descubrir más de una vez sus conocimientos de
la técnica cinematográfica y de su preocupación por los cambios tecnológicos que
vivía el medio. Eso lo hizo acercarse y entender a quienes hacen cine en el
país, labrando una amistad con muchos de ellos que conocían también de sus interés
sincero por el tema. Por esa razón, en su paso en el Congreso no dudo en
impulsar y apoyar siempre los proyectos legales para el cine peruano, y sin
buscar –a diferencia de otros- ninguna figuración o réditos políticos por este
servicio, como gustaba llamarlo.
Voy
a referirme a dos oportunidades en que me tocó ser testigo de ello. La primera
fue a finales de 1991, cuando formaba parte de su equipo de asesores del Senado
de la República. Pedro Francke ha recordado que en esos días de vértigo trabajábamos
en su oficina duro y parejo para revisar al andanada de decretos legislativos
que el gobierno de Fujimori y Montesinos habían promulgado amparado en una
delegación de facultades que el supuestamente obstruccionista Congreso de
entonces (fue el año anterior al 5 de abril), le había concedido. En medio de
la revisión de decenas de normas legales privatistas y neoliberales, así como de
militarización del país –y yo no soy, ni tengo formación abogadil- una tarde
acudieron al despacho de Javier una delegación de la Asociación de Cineastas
del Perú (ACDP) presidida en ese entonces por Nelson García. Me toco
atenderlos, y ellos me informaron sobre la gran preocupación en el gremio por
una medida tributaria que había pasado desapercibida pero que estaba causando
graves estragos en la producción, especialmente de cortometrajes.
Resultaba
que según el Decreto Ley 19327 (vigente todavía en ese momento) los
cortometrajes nacionales calificados por una Comisión podían acceder a la exhibición
obligatoria en las salas de cine de todo el país, beneficiándose los
productores de esas películas con un 25% del total del impuesto municipal (que
significada el 35% del valor del boleto). A fines de 1990, sin embargo, había salido
escondido en la Ley de Financiamiento que este impuesto a los espectáculos
públicos no deportivos se reducía al 10%, con lo que la caída de los ingresos para
el cine peruano era brutal, más aún en un momento de grave crisis económica y
cierre masivo de salas de exhibición cinematográfica. Los cineastas me
confesaron que habían hablado con varios parlamentarios, que le aseguraron
atender su reclamo, pero como sucede muchas veces, no habían hecho mucho por
concretarlo.
Pues
bien, me anime a plantearle el tema a Javier en medio de la revisión de la
abultada propuesta legislativa fujimorista, esperando que tal vez me recrimine
por proponerle eso, habiendo tantos problemas de mayor importancia en ese
momento. Pero para mi sorpresa, me
pregunto detalles sobre la propuesta y luego me pidió que redacte un breve proyecto de texto para modificar esta disposición.
Así fue y a los pocos días me dijo tarea cumplida, indicándome que salude a los
amigos cineastas, porque en la Ley de Financiamiento de ese año salió un breve dispositivo
que modificaba el articulado de la 19327 para que los cortometrajes percibieran
el 75% del impuesto municipal. Lástima que esta norma tuvo breve vigencia,
porque el 24 de diciembre del 92, Fujimori y su ministro Boloña derogaron los
principales artículos de la 19327, pero en ese corto tiempo permitió un reflotamiento
de la producción de cortos, que fue casi como el último suspiro de una época en
el cine peruano. Fue también mi primera oportunidad en que aborde la
legislación cinematográfica, descubriendo su necesidad e impacto en la
actividad.
La
segunda experiencia es más reciente, el año pasado cuando me desempeñaba
todavía en la Dirección General de Industrias Culturales y Artes del Ministerio
de Cultura. Fue el 23 de agosto, en una sesión del Pleno del Congreso donde se
encontraba como primer punto de la agenda el proyecto de modificación de la Ley de Cinematografía 26370, que fue promulgada en el gobierno de Fujimori. Este
proyecto nos urgía que fuera aprobado, porque del mismo dependía la realización
de los concursos ese año y el uso del presupuesto que por primera vez,
correspondía a lo que mandaba el texto de la Ley. El proyecto enviado por el Ejecutivo
tenía el sello de urgente, pero ni aun así, logramos colocarlo para la
discusión legislativa en la primera legislatura, en gran parte por los obstáculos
y afán de figuración del entonces Presidente de la Comisión de Cultura. Lo cierto
es que finalmente el proyecto empezó a debatirse, luego de una desabrida presentación
del nuevo Presidente de la Comisión de Cultura, de donde había salido el texto
modificatorio. Fue en ese momento que estando en el hemiciclo, y después de
haber conversado con algunos congresistas oficialistas, divise a Javier que
para entonces ya había formado filas aparte con el grupo del Frente Amplio.
Allí fue que me acerqué, y le explique de la manera más rápida y sucinta, cuál
era el propósito del proyecto y los puntos a modificar. Sobre esto último, el principal era que en la propuesta del Ejecutivo,
el MEF le había quitado la mención explícita al monto del presupuesto anual que
estaba en la Ley original, y que por eso era importante restituir las 2008 UIT
como mínimo, para que en el futuro no se valieran de esa indefinición los
funcionarios del MEF para darnos menos recursos. Y aprovechamos para hablar de
la situación del cine nacional y la propuesta de nueva Ley que se estaba
trabajando en el Ministerio, comprometiéndose para empujarla apenas llegara al Congreso.
Luego
de eso tuvo una de esas claras y brillantes intervenciones que acostumbraba en
el Congreso -como puede verse en el vídeo adjunto de la sesión del Pleno desde el minuto 13.30.-, que ayudó,
de manera gravitante, a la aprobación, por unanimidad, de este proyecto que finalmente devino en la Ley 29919.
Ahora
que ya no sé encuentra, ¡cuánta falta nos va a hacer!. Estoy convencido que si se
hubiera podido contar con su presencia en el Congreso cuando se debatían en los
años 2009 y 2010, dos propuestas de ley de cine, muy posiblemente no habría
escalado el conflicto entre los gremios, y muchos cineastas no hubiesen abrazado,
aunque sea momentáneamente, una propuesta que podría hipotecar nuestro cine al
negocio trasnacional. Y es que si bien Javier, en muchos aspectos, evito quedarse
estancado en los clichés y el dogma, adecuándose a los cambios y los nuevos
tiempos, siempre supo mantenerse firme en los principios de base y una moral
intransigente. Por eso, ahora el mejor homenaje que podemos brindarle a su
memoria y ejecutoria es que los cineastas, unidos por sobre las diferencias y
personalismos, retomemos la lucha en común por una Ley de Cine digna, soberana,
integral y para todos, para poder echar al vuelo nuestra imaginación y
esperanza como soñaba y luchaba día a día Javier Diez Canseco.
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