Por Christian Wiener Fresco
¿Hasta
dónde puede envilecerse la televisión en el Perú? Se pensaba que luego de la
degradante experiencia fujimorista, con la línea de los canales vendidos al
gobierno de turno, y la proliferación de los programas telebasura, no se podía
caer más bajo; pero nos equivocamos,
siempre se puede descender más en el amarillaje, la chabacanería y el uso más
ruin de un medio de comunicación.
El
mejor ejemplo de lo que decimos es “El valor de la verdad”, el programa de
Frecuencia
Latina y conducido por Beto Ortíz, que ya va por su segunda
temporada en el aire.
En
la primera temporada, como se recordará, el objetivo fue ventilar las
intimidades de los anónimos, los aspirantes a los 15 minutos de fama en la vida
que decía Andy Warhol, dispuestos a revelar cualquier cosa con tal de alzarse
con el premio monetario y la momentánea celebridad pública. Pero quiso el
destino que las cosas se salieran del libreto, con el asesinato de una de sus
concursantes, que aunque trataron de limpiarse de responsabilidades, igual
terminó salpicándolos.
Por
esa razón, en la segunda temporada optaron por convocar a personalidades
conocidas, lo que incluyó a representantes de lo más impresentable de la clase
política (Kenji Fujimori, Rómulo León) en operación de lavado y reencauche de
sus trayectorias e imágenes; y luego, a lo más graneado de la farándula limeña,
aquella que cotidianamente airea su vida y miserias en la prensa de cincuenta
céntimos y los programas de chismes. En estos últimos casos, las “revelaciones”
de los invitados al programa actúan como caja de resonancia para nuevos
escándalos y comidilla en los medios, que fagocitan de su presencia en las
portadas, alimentando las cortinas de humo que alimentan su rating y
tiraje.
Desde
el momento que la “verdad” se convierte en un valor y se quiere hacer show con
la supuesta sinceridad de la gente, estamos ante un grave problema de inversión
de valores, convirtiendo lo que debiera ser un tema de conciencia personal en
asunto mercantil, para medir cuanto estas dispuesto a confesar en público con
tal de ganarse un dinero extra o reubicarse en el espacio mediático. Nada hay
sincero en el formato del programa – como tampoco lo hubo en los “talk shows”
de la inefable Laura Bozzo- desde el aparato seudo científico que certifica las
respuestas, hasta las motivaciones de los concursantes y obviamente la del
conductor, convertido por cuenta propia en gran juez de una verdad que la
maneja a discreción.
En
realidad, más que la “verdad”, con todo lo discutible que es ese concepto y su
alcance, lo que el programa estimula es el valor del cinismo, convertido en
santo y seña de una sociedad consumista e individualista que se cree por encima
de las reglas de los demás y capaz de transgredirlas porque no cree en ellas.
Sin embargo, y como ha sido señalado por Juan Carlos Ubilluz[1], tomando como referencia
los textos de Lacan y Zizek, “el
individualismo posmoderno produce una personalidad pendiente de la aprobación
de los demás”.
Y
claro, en un país que ha procreado a personajes campeones del cinismo y la
autocomplacencia narcisista como Montesinos, Fujimori, García, Castañeda y un
largo etcétera; no es extraño que la verdad tenga un valor tan degradado y se
pueda banalizar para colocarse al precio del mejor postor.
En
todo caso, si el show debe continuar, esperamos que en la tercera temporada se
presente un verdadera sinceramiento del medio, y que los primeros que empiecen
a desfilar por el set sean, aparte del controvertido animador, los ejecutivos y
“broadcasters” televisivos, anteriores y actuales, para que nos empiecen a
contar toda la verdad de cómo llegaron a controlar los principales medios vendidos
a la corrupción.
Tal
vez así empezaremos a creer que hay algo de verdad en el negocio de la
televisión peruana.
[1]
Nuevos
súbditos. Cinismo y perversión en la sociedad contemporánea.
Juan Carlos Ubilluz Raygada. Instituto de Estudios Peruanos. Lima, 2006.
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