por Christian Wiener Fresco
Truffaut escribió una vez, a propósito de Rossellini, que la gran
mayoría de los cineastas aman el cine y sus formas sobre la vida y la
realidad, mientras el maestro italiano fue uno de los pocos que prefirió
la vida, con todas sus contradicciones e imperfecciones, a la
irrealidad de lo cinematográfico. Esta frase se me vino al recuerdo
ahora que acabó de ver en Netflix a la tan celebrada ‘Roma’ del mexicano
Alfonso Cuarón, y a la menos promocionada ‘Lazzaro Felice’ de la
italiana Alice Rohrwacher. Hacer un paralelo entre ambos filmes puede
parecer algo forzado por sus variantes temáticas y de estilo tan
marcadas, pero justamente en su comparación es que se descubre la
dicotomía que hacía mención al inicio.
Cuarón es claramente un cineasta
que ama más el cine que la realidad, donde las formas de los encuadres,
movimientos de cámara, uso de la perspectiva y posicionamiento de la luz
está por encima de la vitalidad de sus personajes. Su ejercicio de
memoria no es melancólico sino racional, geométrico, donde todos los
elementos, incluido sus actores y hasta la caca de los perros, está
dispuesto en perfecta composición visual. Este mundo fotográfico deviene
inevitablemente en inamovible, porque nada que no haya sido previsto
puede alterar el encuadre, ni siquiera la política exterior. Siendo la
protagonista principal una empleada doméstica, nunca llegamos a saber
nada de lo que siente o vivencia, más allá de lo que se encuentra en
función de los otros. En el recuerdo cada uno tiene su lugar, étnica y
socialmente.
Por el contrario, en la película de Rohrewacher respiramos
un aire de vitalidad desde el principio, en la campiña de tabaco de
Inviolata, donde el tiempo parece detenido en esos campesinos hoscos
atrapados en un mundo rígidamente compartimentado donde todos explotan a
otro. Pero no estamos en un documental sino una ficción, una fábula
moral de realismo mágico con un personaje casi angelical en su relación
interclasista que termina destapando la pervivencia de la feudalidad en
los tiempos actuales, la misma que tiene su colofón en la migración a la
ciudad, donde nuevas explotaciones y desengaños se revelan entre la
picaresca y los poderes omnímodos (iglesia y Banca). La película trae
una serie de referencias cinéfilas de la mejor tradición del cine
italiano, desde Olmi, Taviani Visconti a Pasolini o Fellini, pasando
también por Buñuel, y por supuesto, el neorrealismo de Rossellini y De
Sica. Pero todos asimilados a la diégesis de una historia y personajes
que se sienten frescos, imprevisibles, humanos en fin, y por tanto,
capaz de sacudirse de su situación, aunque pueda parecer imposible más
allá de la magia. La imagen, para tal efecto, es limpia y tosca, alejada
de cualquier esteticismo o acomodo al encuadre, porque hay mucha más
vida fuera del espacio de la pantalla. O como decía Godard a propósito
de Rossellini nuevamente: “cada imagen es bella, no porque sea bella en
sí, como un plano de ‘Qué viva México’, sino porque es el esplendor de
lo verdadero”.
Sí, me gusta el cine, pero en este caso más me gusta la
vida, afortunadamente.
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