Por Christian Wiener
En primer lugar se define la opción intercultural como rectora del accionar del ministerio y el Estado en su conjunto, porque sus implicancias atraviesan de forma transversal a toda la sociedad: “la meta hacia una sociedad intercultural implica tanto inclusión social como la construcción de nuevas relaciones que respeten y valoren las diferencias culturales sin soslayar el destino mestizo integrador de nuestra nacionalidad”, se señala en el documento. El problema, claro está, es como se traduce los conceptos y declaraciones en políticas concretas. Por ejemplo, en cuanto al proceso de la controvertida Ley de Consulta Previa existe el legítimo derecho a preguntarse hasta qué punto ha sido llevado adelante por el gobierno porque cree efectivamente en ella, y no solo para cumplir el Convenio 169 de la OIT, y evitar las demandas de las comunidades indígenas y nativas que ayudaron al encumbramiento del actual gobierno, y que no admiten una nueva traición a sus legítimos derechos. La impresión general es que nuestras autoridades arrastran los pies en este tema porque saben que es terreno minado, tanto por los requerimientos económicos y empresariales como por las presiones de las diversas etnias y comunidades, muchas de las cuales ocupan ancestralmente territorios ambicionados por los extractores nacionales y extranjeros.
Es cierto que aquí la primera responsabilidad le cabe al Ministerio de Energía y Minas, que sigue siendo, como otras carteras, una entidad capturada por el capital, nada imparcial y sólo preocupada en lotizar el territorio nacional al mejor postor, aun contra las promesas electorales del actual presidente. En tal circunstancia, le cabe al Ministerio de Cultura representar y dar voz y presencia a las comunidades originarias en el gobierno, como lo tiene que hacer el Ministerio del Ambiente en la defensa medioambiental o Agricultura en cuanto al uso del agua; pero todo ello se desdibuja cuando se quiere reducir la llamada “conflictividad social” a factores externos (“agitadores antimineros”), invisibilizando a las comunidades y pueblos directamente involucrados, en vez de generar un diálogo intercultural, que no solo respete sino promueva la diversidad cultural en sus diferentes aspectos y alcances.
Por tanto, la Consulta Previa no debe ser vista como un obligado referéndum para garantizar inversiones (que ni siquiera es vinculante), en función a la Base de Datos de Pueblos Indígenas que viene elaborando el Viceministerio de Interculturalidad, sino como un principio y derecho intercultural básico de todas las poblaciones del país, para decidir de manera efectiva y no simbólica, sobre su suelo, subsuelo, cultura y opción de desarrollo. Y si las empresas y el Estado consideran prioritaria una concesión, y que no va a afectar ni a la naturaleza ni los modos de producción tradicionales en la zona, pues que se den el trabajo, con sus recursos, para disuadir y convencer a la población directamente involucrada, antes que demonizarla o incluso reprimirla, como en más de una ocasión ha sucedido. La Consulta Previa debería ser el principio de toda democracia real y de una sociedad que promueve como uno de ejes rectores la interculturalidad, por esa razón, y más allá del “realpolitik”, debería aplicarse a diferentes ámbitos y espacios del quehacer público, como el legislativo, para que las leyes sean producto del conocimiento y consenso de los directamente implicados y no resultado de lobbies y presiones políticas y económicas a favor de los intereses más poderosos.
LA IMAGEN DEL OTRO
En general, preocupa saber cómo se concretan las políticas interculturales enunciadas en el documento y cuáles son sus mecanismos de ejecución pública, porque se podría estar corriendo el riesgo de quedar en una noción abstracta y poco funcional como sucede en cierta medida en Bolivia con el Viceministerio de Descolonización dentro del Ministerio de las Culturas.
Una incidencia fundamental es, por supuesto, el plano educativo, y me refiero con ello no solo lo que se da dentro de la escuela sino fuera de ella, donde la cultura es factor central tanto a nivel de discurso como de relaciones interpersonales y comunitarias. Y un rol esencial le cabe en este tema a los medios de comunicación, que no pueden continuar como territorios donde “todo vale”, sin una incidencia social y cultural relevante. La pervivencia de mensajes racistas, machistas y de exclusión social sigue siendo práctica cotidiana en la publicidad, programas y noticieros consumidos por millones de peruanos por radio, televisión y prensa escrita, más aún en circunstancias críticas como los procesos electorales. Frente a ello, la reacción de las autoridades gubernamentales ha sido muy tenue, porque la Ley de Radiodifusión deja en manos de los dueños de los medios la “autorregulación”, que es cada vez más una farsa, y se teme la reacciones invocando la libertad de prensa (que es más libertad de empresa) frente a una supuesta intromisión estatal.
Es curioso como el fantasma de la intervención estatista de Velasco hace casi 40 años pervive en el imaginario de muchos –alimentado por los medios- mientras la vergonzosa compra de los empresarios en el gobierno de Fujimori hace 12 años, que envileció a los medios como nunca antes en el país, se enfoca solo desde el punto de vista policiaco y judicial, diluyéndose e incluso perdonando socialmente a sus responsables, porque muchos de sus allegados, testaferros y caras visibles siguen al mando de los medios o en la conducción de sus principales programas. Por ese motivo, paradójicamente, mientras un local púbico puede ser cerrado por prácticas que se consideren racistas y discriminatorias, ello no se aplica a los medios de comunicación, que pueden agredir impunemente (tenemos el triste privilegio que un periodista peruano ganó el premio ‘al artículo más racista del año’ de una organización internacional que defiende a las organizaciones indígenas).
Pero el discurso excluyente y discriminador no se limita solo a los casos extremos y ofensivos, ni es exclusividad de ciertas figuras mediáticas, sino que esta interiorizado en nuestras acciones cotidianas, incluso en el propio quehacer cultural del Estado y la propia comunidad artística. El artista Jorge Miyagui me hacía notar que conceptos como “artesanía” o “arte popular” en oposición al “arte tradicional” es una forma de perpetuar una visión colonialista que termina marginando a las primeras frente a la última, como si fueran expresiones inferiores y menos validas, lo que nos retrotrae a la polémica de 1976 por el Premio de Cultura al maestro Joaquín López Antay ; o como la llamada “danza contemporánea” es vista desde los parámetros eurocéntricos y no se considera al Huaylas, Huayno o Festejo como parte de ella. Discriminación que no es solo conceptual, porque se reproduce en la institucionalidad artística oficial, sea en sus espacios culturales, centros de formación, prensa especializada, reconocimientos, etc. Otro ejemplo pertinente es el del cine regional, que durante varios años fue visto solo como fenómeno antropológico mientras el otro cine, de la capital, si merecía la atención crítica y estética especializada.
En ese sentido, la “producción de una nueva ‘narrativa’ sobre la nación” que debe ser acompañada por el Ministerio de Cultura, debe partir por preguntarse quienes serían los posibles destinatarios de este discurso y en qué contexto se presenta, para evitar la esquizofrenia entre el discurso de la cultura de la entidad oficial y el que producen otros sectores del mismo Estado. Al Ministerio de Cultura le corresponde encabezar la campaña para empoderar una política cultural amplia e inclusiva de manera general en la sociedad, empezando por el propio Estado, para que este, desde las más altas instancias hasta los niveles más pequeños de la administración pública, unifique criterios básicos sobre la misma y sus implicancias sociales, políticas y culturales. La cultura como agente de ciudadanía solo se empezará a forjar en la medida que todos, del Presidente al último concejal, entienda que la cultura es algo más que prácticas y actividades vistosas que supuestamente acompañan los “temas serios”, y que se encuentra anclada en nuestro imaginario y actuar cotidiano, por lo que la política cultural pública debe incidir en ella, para construir una sociedad más plural, democrática y solidaria.
CULTURA DESCENTRADA
La descentralización debe ser también uno de los vectores básicos de la Política Cultural, pero esta debe traducirse en transferencia efectiva de funciones, facultades y recursos a las Direcciones Regionales de Cultura, así como capacitación y experticia en el manejo de la cosa pública, para evitar los problemas y limitaciones del proceso de regionalización impulsado en el país en los últimos años; así como un manejo digitado desde el centralismo sempiterno del Perú.
La articulación del Ministerio de Cultura, como organismo rector de la cultura en el país, con los gobiernos regionales –a donde deberán integrarse las DRC- y las direcciones y gerencias de los gobiernos locales es imprescindible, no solo en el rol de asesor y/o capacitador en gestión y políticas públicas en cultura, sino para consolidar criterios y prácticas comunes en esta área, respetando las diferencias culturales y de trabajo en cada lugar. Un elemento fundamental son los recursos económicos que se requieren para impulsar el trabajo cultural en las regiones y distritos, por lo que debería flexibilizarse el uso de los fondos del canon y otros ingresos extraordinarios que se recaudan en buena parte del país (incluido el FONCOMUN) para poder canalizar parte del dinero para el sector cultural, tanto en obras de infraestructura y preservación del patrimonio, como en la promoción de la actividad y desarrollo de la misma. Esto debiera ir acompañado de una legislación que propicie y favorezca este uso de manera responsable y transparente, evitando los amiguismos y clientelismos, y que se traduzcan en proyectos serios y sustentables, para no repetir la experiencia de las bibliotecas municipales, establecidas como obligación en la Ley Municipal, pero que cuando existen, en la mayoría de los casos no cumplen los requisitos mínimos como institución, para no hablar de sus inexistentes políticas culturales.
En cuanto a la política sobre patrimonio es muy positivo que se valore su uso por la ciudadanía, que “refuerce identidades locales y que llegue a insertarse creativamente en distintas políticas de desarrollo económico y social”; buscando que su gestión no sea privatizada ni genere exclusión de un bien común de la nación y sus ciudadanos. Pero, otra vez, ¿cómo se colige esta legítima y muy justa exigencia con las demandas e imperativos de la promoción turística? Ahí están los reiterados casos de conflictos por el manejo de bienes patrimoniales reconocidos por la UNESCO, caso Machu Picchu, o la política con los artistas, que muchas veces se ven obligados a desnaturalizar sus obras o producirlas en serie por las exigencias del mercado turístico nacional e internacional, más aún cuando se encuentran amenazados por la competencia china, que como sucede en el sector textil, es capaz de ingresar a precios dumping y con productos a escala gigantesca, distorsionando por completo el mercado. Afrontar estos retos exige algo más que una mayor coordinación del Ministerio de Cultura con el MINCETUR, el MEF o el Ministerio de la Producción, que responden a una lógica diferente y hasta opuesta a la de Cultura en cuanto a prioridades sobre inversión económica y protección cultural, requiriéndose una definición por parte del Estado sobre las competencias de cada sector, y cuál debe ser el rol y rumbo que el país establece en este tema.
Sería bueno resaltar y relievar la importancia que desde el Estado se reconozca y promueva la salvaguarda del patrimonio inmaterial, que está relacionado con la tradición vigente de la población, y nuestra diversa y compleja identidad popular, “desfolklorizándola”, no en el sentido de negar la riqueza expresiva y valor histórico de sus manifestaciones, pero respetando –sin caer en el purismo- su autenticidad, sin los imperativos comerciales o de otra índole que la puedan deformar o deslegitimar. Otro patrimonio igualmente importante por rescatar y poner en valor es el documentario, tanto a nivel bibliográfico como de imágenes y audiovisual, porque la memoria de los siglos XIX y especialmente XX y XXI se encuentra principalmente en esos soportes, y no puede ser que se esté perdiendo irremediablemente por el desconocimiento e indiferencia de sus propietarios, y la poca atención de las autoridades al respecto.
Antes de concluir esta segunda entrega, me parece necesario señalar algo en referencia a la gestión internacional de la cultura. Es claro que cada vez crece más la importancia de la cultura en el contexto de la globalización, ya sea a través de la diplomacia y las relaciones con los otros países o por su incidencia en los tratados de libre comercio, los acuerdos internacionales, la participación en los organismos regionales y mundiales o las interacciones con la cooperación internacional. Se trata de una política que interactúa con otros sectores, particularmente con la política exterior del país, y que por tanto tiene que estar articulada con esos sectores para posicionar la cultura nacional, con su rica diversidad, en la esfera mundial. Lamentablemente, muchas veces las Embajadas del Perú en el extranjero, y sus representaciones diplomáticas en el campo cultural, actúan por su cuenta, respondiendo más a iniciativas personales que a una propuesta concordada con las autoridades de cultura, lo que también se ha presentado con entidades como PROMPERÚ.
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