Palabras pronunciadas en la presentación del libro "El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica" de Isaac León Frías en la 18º Feria Internacional del Libro de Lima. Una versión resumida del mismo ha aparecido el 24 de junio en la edición de MIÉRCOLES DE POLÍTICA. (Christian Wiener)
Agradezco la invitación de mi amigo y ex profesor, Isaac
León Frías, para comentar su última publicación, “El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica” Pero antes
de empezar esta presentación en la decimoctava Feria Internacional del Libro de
Lima, no puedo dejar de aunarme a las voces de rechazo y protesta por el
inmerecido homenaje que esta feria le ha dispensado hace unos días a la señora Martha
Meir Miro Quesada Y aunque no quisiera agregar más a lo manifestado en la carta
pública, con la que coincido plenamente, no puedo dejar de recordar, dado que
vamos a hablar de un libro sobre cine, que hace algunos meses ella publicó un artículo donde, no se si por ignorancia o mala leche, afirma que los cineastas peruanos escabulleron el tema de la violencia y sendero, lo que es totalmente
falso, como lo prueba la copiosa filmografía que existe al respecto, y no de
ahora sino de los años en que las papas realmente quemaban.
El
último libro de Chacho, editado por la Universidad de Lima, es bastante
extenso, 473 páginas, que por suerte he podido leer de forma acuciosa en estas
semanas porque me encuentro involuntariamente desocupado. Sé que es producto de
un largo trabajo, y se nota, buscando revisar de forma exhaustiva y polémica, debatiendo
con otros autores, sobre lo que significó este cine en los movidos años 60, que
tuvo a sus más conocidos hitos en el “Cinema Novo” brasileño, los documentales
cubanos, la urgencia panfletaria de “La hora de los hornos” o el cine “neo
indigenista” de Jorge Sanjinés en Bolivia.
Su
acercamiento no es académico, lo que no significa que carezca de basamentos teóricos, pero privilegia la visión del crítico y ex
director de “Hablemos de Cine,” que conoció de primera mano y fue también protagonista
de la historia, ya que la práctica y la teoría cinematografía no andaban tan
divorciadas en esos años.
Debo
confesar que en un principio temí encontrarme con una versión apóstata o
renegada sobre ese cine que se reclamaba revolucionario, urgente o
“imperfecto”, porque estos planteamientos, como también sucede en el otro
extremo con los convencidos y panegiristas irreductibles, suelen ser
reduccionistas y maniqueos, alimentado los prejuicios antes que la reflexión
serena y profunda. Algo así como que si de “Los años de la conmoción”, por
citar el libro de entrevistas de Chacho editado por la UNAM en 1979, hubiéramos
terminado en “Los años de la desilusión”.
Por
suerte, el libro está bastante lejos de quedarse en un ajuste de cuentas y
liquidación del pasado que antes había abrazado en buena parte y como mucho
otros el propio autor, apuntando más bien, con la distancia que dan los años, a
tratar de separar la paja del trigo y revisar en perspectiva, sin ortodoxia ni
canon preestablecido, lo que se filmó y escribió en el arco histórico que va
desde los inicios de la década del 60 hasta la mitad de los años 70.
Ahora
bien ¿existió el “nuevo cine latinoamericano”? ¿y a qué se denominó como tal?
Como bien se pregunta Chacho en el libro, es un término demasiado abierto y
laxo que puede albergar muchas cosas. Empezando por el arco temporal, puesto no
ha faltado quienes siguen utilizándolo más allá de la mitad de los años
setenta, que es la fecha de periodificación más común, que también se adopta en
el libro que comentamos. Luego, es necesario ir más allá del vago adjetivo
“nuevo”, que puede admitir decenas de significados e interpretaciones en
contraposición a lo obsoleto, viejo o caduco. Como suele suceder con los
movimientos que insurgen contra lo existente, es más fácil definirlos por lo
que no son, o a lo que se oponen, que podrían sumar una serie indefinida: el
predominio imperial hollywoodense y el cine comercial, las historias, géneros y
estereotipos del cine tradicional, las formas industriales establecidas y
burocratizadas (donde las había, como en México, Argentina o Brasil), el
colonialismo y racismo persistente, la dependencia y el subdesarrollo
económico, social y cultural; entre muchos otros lastres de una América en
busca, como se repetía en esos años, de su “segunda independencia”. En cambio,
cuando tratamos de verlo en positivo, el asunto se hace más difícil de delimitar
y borroso para definir, pues existen diferentes maneras y posturas de entender
eso que llamamos “nuevo”, así como de procesos que lo sustentan, y de allí la
diversidad de voces que se expresan en el mare magnum cinematográfico de esos
años.
Eso
nos lleva a una primera constatación, y es que el llamado “nuevo cine
latinoamericano” fue en realidad más un membrete antes que un todo homogéneo.
Seña de identidad de cineastas de la región unidos por cierta contemporaneidad
generacional, entendiendo este último término en la acepción de Tito Flores
Galindo, cuando recordaba el proverbio árabe de que los hombres se parecen más
a sus amigos que a sus padres, y que lo definía como “el peculiar encuentro
entre determinados acontecimientos y vivencias, por un lado, y proyectos y
actitudes que cohesionan a un grupo de coetáneos”. Los proyectos y actitudes
fueron en este caso la común reivindicación de una modernidad fílmica, así como
la ideología popular o de izquierda –que iba desde un progresismo nacionalista
hasta los radicalismos más extremos-. Sin embargo, de allí a perfilar un todo
homogéneo del cine latinoamericano hay mucho trecho, y solo podría ser fruto de
ciertas generalizaciones biempensantes de la intelectualidad estadounidense y
europea, porque las realidades, desarrollos y propuestas estéticas difirieron
entre los países latinoamericanos. Es más, y sin que hayan desaparecido ni
mucho menos las diferencias en la región, se puede decir no obstante que en el
presente, con leyes e institutos de cine y plataformas de coproducción como
IBERMEDIA, existe algo más de homogeneidad entre nuestros cinematografías que
en las décadas del 60 y 70.
Otra
comprobación clara es que no siempre los textos o manifiestos de los cineastas,
por más lúcidos o apasionados que sean, se corresponden a sus propuestas
cinematográficas, por lo que se debe estar más atento a lo filmado que a lo
escrito o dicho, así sea en tono altisonante o sentencioso. Eso vale tanto para
las tesis del Tercer Cine, esbozadas por el Grupo Cine Liberación, como las del
Dogma 95, 26 años después; que comparten de alguna manera un cierto carácter
normativo y valga la redundancia en este caso, “dogmático”; lo que de entrada
nos hace desconfiar de su eficacia y durabilidad más allá de lo propagandístico,
como efectivamente sucedió, porque fueron tan enfáticas y rutilantes como
efímeras.
Por
supuesto que el valor de una película, que le permite superar la prueba del
tiempo, radica principalmente en su propuesta estética y originalidad, más allá
del argumento, en muchos casos coyuntural. Y personalmente creo que buena parte
de ese cine latinoamericano, de ficción y documental, que se produjo en esos
años, más allá de excesos y radicalismos a veces más retóricos que reales, vale
por lo que significó como propuesta renovadora y de modernidad lingüística del
cine en muchos aspectos antes que por su supuesta corrección política, que
podría haber sido muy importante en esos años pero ahora queda solo como un
dato. Recuerdo, y aquí quiero contar una pequeña anécdota personal, que cuando
descubrí que existía eso que llamaríamos el “otro cine” en el cineclub del
Ministerio de Trabajo a mis tempranos 12 o 13 años –y una de las ventajas de
esa sala es que no había censura por edad- una de las primeras películas que
tuve oportunidad de ver fue “Dios y el Diablo en la Tierra del Sol” de GlauberRocha. Y recuerdo hasta ahora mi deslumbramiento, a pesar de que no había
entendido casi nada de la película, y desconocía totalmente todo el mundo
mitológico de los cangaceiros y los santones en el “sertao” brasileño, pero
esas imágenes, el sonido y la fuerza que trasmitían se me quedaron impregnadas,
al punto que he vuelto a ver decenas de veces el filme, con otros ojos y mayor
conocimiento, y sigue siendo para mí una de las mayores obras de todos los
tiempos en el cine latinoamericano. Como también me sucede con “Memorias del subdesarrollo” de Tomás Gutiérrez Alea o “El dependiente” de Leonardo Favio, que en registros
y opciones diferentes (como dice Chacho, uno en el canon del NCL y otro más
bien excluido, a pesar de ser producido en esos años) mantienen, empero, su
vigencia, al igual que otros muchos títulos más.
Ahora
bien, cuando digo que las historias no es lo esencial ni lo que perdurará de
este cine, no significa desconocer lo que estas películas trajeron de novedoso
en este campo también, como el protagonismo popular despojado de la mirada
paternalista y bienhechora, el desnudamiento de los mecanismos del poder y la
política, o la revisión de la historia no siempre desde el lado de los
vencedores. Pero es cierto que también hubo temas apenas entrevistos, como la
condición de la mujer y el machismo realmente existente (presente en las
cubanas “Lucía” o “De cierta manera”), el aborto, la delincuencia, las drogas y
el alcohol, o el homosexualismo, que fue
en general un tabú en la región hasta fines de los años 80 y principios de los
90. También, hay que decirlo, el escaso uso del humor y la cultura popular,
salvo contadas excepciones, porque tal vez no era políticamente correcto
salirse de la mirada seria y solemne de la acuciante realidad latinoamericana.
En
su tesis, publicada como libro y titulada
“El cine de la marginalidad, realismo sucio y violencia urbana”, el
ecuatoriano Christian León Mantilla ensaya la hipótesis de un nuevo movimiento
o corriente del cine latinoamericano en la segunda mitad de los 90 y principios
del 2000, que respondería al declive de algunos postulados básicos del NCL como la crisis de los proyectos de
cultura e identidad nacional, la globalización y el desmantelamiento de los
estados nación, y el replanteamiento de la posmodernidad cinematográfica con
las nuevas tecnologías y soportes para la grabación y difusión audiovisual. En
ese contexto es que surgirían películas como las del colombiano Víctor Gaviria
(“Rodrigo D”, “La vendedora de rosas”) o las primeras de Adrián Caetano
(“Pizza, birra y Faso”, “Un oso rojo”). Un cine
que aborda la violencia urbana, la marginalidad social y el desarraigo
identitario, con un lenguaje visual desenfadado, que en España se conoce como
“realismo sucio” y el autor lo denomina “cine de la marginalidad”.
¿Pero existe
o existió de verdad ese cine, o fue uno de tantos rótulos que desde la crítica
o la academia se suelen motejar para tratar de englobar y definir algo en la
región? Tal vez, como el mucho más aceptado título del NCL, es importante no
quedarse en los clichés y las verdades irrefutables cuando se habla de algo tan
amplio y complejo como el cine, evitando aferrarse a conceptos y dogmas como el
del propio “cine de autor” que dominó también el ambiente cinematográfico y
cultural en esos años.
Antes de
terminar quiero hacer referencia a un detalle relevante para nosotros, y es
porque el llamado NCL no tuvo mucho eco o representatividad en el Perú de esa
época. Es cierto que como menciona el libro, puede hablarse genéricamente del
cine de Armando Robles Godoy como expresión de la modernidad europea (Resnais
entre otros) trasplantada de forma muy personal y sui generis a nuestra
realidad, o con una carga más ideológica, los trabajos que al amparo de SINAMOS
realizaran Nora de Izcue y Federico García, así como el grupo Liberación sin
rodeos, ya fuera del Estado, entre unos pocos. Pero en realidad fue mínimo y
casi inexistente en ese mapa regional. Y no porque no hubieran seguidores, por
lo menos teóricamente, como fue la revista “Hablemos de Cine” que le dedicó
numerosas ediciones a las películas y realizadores que casi no se veían en el
país, incluso con algunas caratulas que hoy día llamarían la atención por su provocación
o fealdad, como aquella con un pie baleado, no recuerdo en este momento de que
película. Si nos quisiéramos poner historiadores y sociológicos diríamos que
tal vez fue por la prematura cancelación del foco guerrillero del MIR, la
aparición del gobierno reformista de Velasco, o la poca articulación entre el
cine y la ciencias sociales, la necesidad de construir un soporte industrial, etc.
Sin embargo, yo me inclino a pensar que se debió a que no hubo, de forma
personal y vocacional, un cineasta que pudiera y quisiera asumir esas banderas
fílmicas en esos tiempos, a la manera de un Sanjinés, Littin, Handler, Alvarez:
por citar solo algunos nombres.
Finalmente
de todo esto y mucho más se refiere “El
nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la
modernidad fílmica”, y como he dicho, y por suerte, Chacho no se queda en el
recuento ni rehúye la polémica, la que ojalá fructifique más allá de la
academia, porque buena falta nos hace repensar ese cine como el actual. Y solo
una atingencia, que espero Chacho no la tome a mal, y es que tal vez abusa en
algunos momentos en su afán de explicar y recalcar ideas y decisiones, lo que
creo que era innecesario y me hacía recordar un poco sus clases en la
universidad, con sus circunloquios alrededor de algunos conceptos.
Sin
duda que esos años revueltos en todo el continente, y buena parte del mundo,
con sus excesos y limitaciones, permitieron remover muchas cosas, quebrando el ‘establishment’
imperante, proponiendo nuevos caminos y transformaciones en la sociedad, la
gente y la cultura, no siempre claros ni definidos, pero si diferentes. Algo de
ese sentimiento me quedo con la historia que nos cuenta el libro sobre el NCL, con sus aciertos y
excesos, como también me quedo viendo recientemente “Desde el lado del corazón”, el sentido documental de Pancho Adrianzén sobre la izquierda peruana
del 60 y 70, donde más allá de si pudo hacerse mejor las cosas en esos años, y
la autocrítica todavía pendiente, lo importante es que se hizo, y con ello
empezaron a cambiar las cosas en el país y el mundo.